
“La verdad está ahí afuera”. Expedientes X.
La noticia dio la vuelta al mundo y, para comunicarla, la prensa mundial hizo uso de todo un abanico de conceptos que difícilmente podríamos asociar a la política norteamericana, al menos en lo que a las noticias institucionales se refiere. Donald Trump, con sus mentiras y sus acusaciones de fraude, incentivó que un enjambre de fanáticos “tomen por asalto el Capitolio”. Así lo tituló, por ejemplo, el diario La Nación. Se habló de “profanación” de la democracia, del “psicópata” en el poder, incluso Andrés Openheimer habló de autogolpe de estado.
En un lapsus de autoflagelación boba, un periodista argentino de uno de los noticieros más vistos de la mañana habló de la “argentinización” de los EE.UU. Sería bueno saber, ¿cuándo un grupo de fanáticos argentinos invadió el Congreso Nacional? O si el mismo periodista, cuando asesinan a un mandatario del mundo durante su gobierno, habla de la “norteamericanización” de la política, sabiendo que en los EE.UU. por lo menos en tres oportunidades ciudadanos de su propio país asesinaron al presidente en ejercicio de sus funciones.
Todos los medios reflejaron el espanto, la consternación, el escándalo. Adelantándome a las conclusiones de las presentes líneas, aclaro que suena por lo menos un poco cínico que algunos analistas descubran ciertos “aspectos oscuros” de la democracia norteamericana a partir de Donald Trump, y sólo por el episodio que nos ocupa. De la misma manera, aunque es verdad que el actual presidente norteamericano hizo de la mentira un hábito político, pareciera que nadie recuerda las fantasiosas elucubraciones -por citar un ejemplo contundente- de todo el gabinete del presidente George W. Bush hace unos años, cuando le dijo al mundo que debía bombardearse Irak (y por ende masacrar a su población), porque estaban “produciendo armas de destrucción masiva” en “laboratorios móviles” que de desplazaban por el desierto. Si, así como se lee.
Como no se podían encontrar (y nunca se encontraron) las armas químicas o bacteriológicas que supuestamente Saddam producía a gran escala, la hipótesis del gobierno, que fue defendida a capa y espada por el Secretario de Estado en conferencia de prensa, era que Saddam Hussein había creado laboratorios de altísima complejidad con fines bélicos, los cuales se desplazaban por el país en una suerte de super camiones de ciencia ficción, los que sonarían exagerados y fantasiosos hasta en un episodio de Expedientes X. Años más tarde, el ingeniero irakí Rafid Ahmed Alwan al-Janibi, de quien se tomaron los principales relatos y argumentos para armar “la causa” contra el gobierno de Saddam Hussein, del que se había escapado unos años antes, reconoció al diario británico The Guardian que fue todo un invento que realizó para “ayudar a derrocar al gobierno de Irak”. Pero no hubo espanto, ni consternación ni escándalo en los diarios del mundo.
Recordemos para algún lector desprevenido, que la invasión (aún injustificada) de Irak, se cobró las vidas de entre 400.000 y un millón de personas, la mayoría civiles indefensos. Sólo en los primeros años de la guerra fallecieron unos 20.000 niños, y según la medición de la Universidad Johns Hopkins -medición con la cual acordaba el Ministerio de Defensa británico- se estimaba que eran unos 650.000 los muertos, mientras que otra medición de 2008, llevada adelante por la encuestadora Opinion Research Business con sede en Londres, daba una escalofriante cifra de más de un millón de muertos.
Mientras tanto, el presidente de los EE.UU., que en estos días se escandaliza por el estado de la democracia trumpiana, declaraba sin pruritos ni vergüenza en aquellos años, ante todos los medios internacionales, que “calculaba” en unos 30.000 los muertos en Irak como resultado del conflicto. Tampoco hubo escándalo ni consternación. Nadie habló de delirio, ni del resquebrajamiento de la credibilidad de la República. Fue una anécdota para muchos.
Por lo tanto, sería importante dejar en claro que, aunque es un personaje condenable y claramente riesgoso para la democracia, prepotente, violento, fabulador, Donald Trump no inventó ni la mentira ni la prepotencia ni la violencia en el gobierno de los EE.UU. Pensar eso supone un enorme desconocimiento de la historia de ese país, o un ejercicio de desmemoria cuestionable. Además, aún hoy, sigue siendo el único presidente norteamericano en décadas, que no invadió ningún país del mundo, y aunque parezca un dato menor, su antecesor, Premio Nobel de la Paz, fue el responsable de la invasión aún más injustificada de Libia, aunque aprobada por las Naciones Unidas. Dicha invasión ya se ha cobrado cientos de miles de vidas inocentes, y llevó a un país que tenía uno de los más altos estándares de vida, sin escalas directamente al paleolítico. Hoy Libia es una fábrica de terroristas y fundamentalismos, que hacen del mundo, día a día, un lugar más inseguro.
El antecesor a Trump, el carismático, intelectual y afable Obama, estuvo en guerra más tiempo que cualquier otro presidente norteamericano, y como lo reflejó en su momento el New York Times, dejó el inesperado legado de ser “el único presidente en la historia de Estados Unidos en ejercer su mandato de ocho años con el país en guerra”.
Ahora bien, aclarado el punto que Trump no es pionero de la fabulación ni la violencia, es verdad que en la tarea de hacer un raconto de las mentiras esgrimidas por él a lo largo de su presidencia, tarea que realizan varios medios y observatorios, resultaría más fácil realizar el inventario de las pocas verdades que dice, porque prácticamente cada vez que hace una declaración está mintiendo. Y lo hace con firmeza. Donald Trump lo hace blandiendo gestos, muecas y sarcasmos, mientras reproduce inventos, fábulas, mitos, argumentos sin el más mínimo sentido ni veracidad. Del mismo modo que Trump miente, George W. Busch en su lugar decía absolutas sandeces. Quien lo dude puede recurrir al “Libro Bobo de Bush”, donde se realiza un inventario de las ideas más absurdas e incoherentes de quien fuera dos veces presidente de los EE.UU.
Pero en las estupideces de Bush también había mentira descarada, y una enorme cuota de ignorancia. Tan grande fue su ignorancia que Fernando Uriz, traductor de la obra “El libro Bobo de Bush” (2005), consideraba que la caza y recopilación de las meteduras de pata del ex Presidente eran casi “un deporte nacional en EE.UU”. Incluso se inventó el término de bushisms para conceptualizar sus errores y lapsus. Su ignorancia llegó a extremos cinematográficos que ni Mel Brooks pudo haber imaginado. Era un hombre que se enorgullecía en público de no leer nada más que el diario, y de “no pensar las cosas demasiado” antes de tomar una decisión… Recordemos: fue ocho años presidente de los EE.UU.
Hace unos años, en un viejo artículo, dejamos en claro que no creemos que los presidentes deban ser eruditos o filólogos, para eso tiene asesores, pero al menos deberían contemplar para sus decisiones ciertas lógicas geopolíticas, o al menos conocer algunos elementos básicos de las relaciones internacionales. En el caso de Bush, nos acostumbramos a un repertorio de frases ignorantes que hasta se volvieron simpáticas o tragicómicas, al menos si se las asimilaba o digería con el panorama humorístico y sarcástico de Michael Moore.
Pues bien, Trump llevó el repertorio de las mentiras y las sandeces a un extremo que parecía insuperable cuando gobernaba Bush II. Trump mintió en todos los aspectos de su presidencia y de su vida, en temas públicos y privados, con una confianza y un temple que asombra. Mintió sobre la salud, la economía, la política internacional, la seguridad, la inmigración, el empleo, los gobiernos del mundo, la historia norteamericana, los impuestos, la oposición, el medioambiente, el clima, los fármacos, sobre su trayectoria, sus relaciones personales, los medios, las instituciones, sus empresas, etc. Pero increíblemente no sabe pedir disculpas ante el error evidente, ni retroceder en las más inverosímiles afirmaciones.
Según el Washington Post, Trump tuvo un promedio de 50 mentiras por día, lo que implicaría unas 25,000. o más mentiras a lo largo de toda su presidencia. Un verdadero record. Lo más grave es que cuando lo hace, y sobre todo en aspectos tan sensibles como el COVID-19, la gente le cree. Recordemos que después de toda una presidencia de fabulaciones, fue votado por unas 75 millones de personas en las últimas elecciones, y un sector importante de esos votantes, creen más en sus mentiras y tremendas incoherencias que en todo el sistema periodístico, científico y académico de la Nación.
El corolario de sus invenciones fue el supuesto fraude eleccionario por el que perdió la presidencia. Idea incendiaria que alimentó y viralizó sin fundamentos ni pruebas, y que llevó a que una marcha de seguidores fanáticos de sus mentiras, tomaran sorpresivamente el Capitolio, tratando de evitar que el Congreso certificara la elección del demócrata Joe Biden.
Sin dudas estos episodios resquebrajan la democracia norteamericana, y por supuesto que dañan el entramado institucional de los EE.UU. Pero no es menos cierto que un país que se comporta hacia adentro como una República, pero “hacia afuera” como una monarquía prepotente e invasora, generando cientos de miles de muertos, refugiados, violaciones a los Derechos Humanos que dice proteger, también daña y resquebraja el sistema.
Repito, para dejar en claro, estamos en las antípodas de la lógica narrativa de este personaje, si es que la tiene. Ya hemos escrito en otros artículos sobre su paranoia y su política del odio. Incluso en un artículo de hace unos años, comparábamos a Trump con la serie de Pinky y Cerebro. Pero queremos en este caso, poner a Trump en la perspectiva de un sistema que posee síntomas de ruptura y decadencia desde antes que apareciera el magnate mediático. Trump es un “efecto” de la crisis política norteamericana, es su resultado, no su causa.
Hoy todo el mundo habla de Trump como el “peor presidente de la historia de los EE.UU.” Sin dudas lo debe ser, pero genera cierta perplejidad ver la poca memoria que se tiene de otros personajes que le han hecho un daño sin parangón al mundo y de la falta de contexto de su figura.
¿Quizás tenga que ver en la valoración que se hace de los gobiernos, que “los otros” polémicos personajes no atacaron el stablishment, ni la credibilidad mediática, y que no desnudaron el sistema político desde sus bases?