Como ya hemos apuntado, el Perú es un caso de continuidad de política-económica muy atípico. A diferencia del resto de la región, Perú no transitó en las últimas décadas por el ciclo de dictaduras militares de derecha, redemocratización liberal, gobierno posneoliberal. Por el contrario, es un claro ejemplo de extraña continuidad bajo la vertiente liberal y conservadora, llegando a más de tres décadas de neoliberalismo ininterrumpido. Para mayor contraste, en dos elecciones consecutivas fueron elegidos supuestos “gobiernos de centro-izquierda” (Alan García y Ollanta Humala), pero que realizaron un notable giro hacia la derecha, dándole continuidad al neoliberalismo a pesar de las posibles rupturas partidarias.
Desde fines de la década del ´60 hasta mediados de los ´80, el Perú atravesó un proceso de transformación y aceleración social que afectó todas sus dimensiones de la vida colectiva, modificando notablemente las reglas de juego de la política. El clásico análisis de José Matos Mar conocido como “Crisis de Estado y desborde popular” (1985) se centró en lo que el sociólogo consideraba la “nación inconclusa”, y el amanecer de una nueva identidad urbana, donde las masas populares en desborde obligan al Estado a “dialogar” con ellos, y a conocer las nuevas condiciones de interacción entre los ciudadanos y el poder político. La mirada sobre ese “nuevo rostro” que emergía a mediados de la década del ´80, en el caso de Matos Mar, estaba impregnada de esperanzas, sobre todo a partir de las elecciones presidenciales que abrían un nuevo ciclo de la historia política peruana.
Otros estudios también ya clásicos, como los de Carlos Iván Degregori, por el contrario, luego de la desilusión del Aprismo y el avance neoliberal de la mano del fujimorismo, observan que el sistema de poder adquiere a partir de los noventa, nuevas herramientas de desmovilización para contener el desafío social emergente: el miedo y el olvido. Con lo cual, las armas de la violencia política y el autogolpe –más visibles y directas- no dejan ver la profundidad, y la actualidad, de las “otras armas” de la lucha, las de la desmemoria y los medios masivos.
Cesar Hildebrandt, uno de los periodistas más creíbles e independientes del Perú, habla de un “olvido crónico” que tiene la población en cuanto a los líderes políticos. Para él existe una suerte de “amnistía espontánea” sobre los delitos que cometen, lo que hace que en las elecciones el país caiga permanentemente en una reincidencia patológica, donde la población muestra muy poca exigencia hacia esa clase, y suele “perdonar” los pecados dando vuelta la página. Se olvida y se perdona. Es el slogan invertido de las políticas de justicia y reparación.
Muchos de los avances del sistema de poder emprendido en contra de lo sectores vulnerables iniciado por el Fujimorismo, han tenido una notable continuidad bajo las presidencias de Toledo, García, Humala y PPK. Hasta la criminalización de la protesta social no ha sido tocada, lo que demuestra que el “Chino” implicó una barrera en contra de la resistencia popular, que aunque sangrienta y polémica, logran usufructuar todos los gobiernos.
Pero lo que también ha tenido continuidad en la era pos-fujimorista (si es que algo así existe) es la ausencia de partidos políticos fuertes, estructurados o ideologizados. La tecnocracia de los expertos reemplazo a los partidos de doctrinas. Todo lo que había tenido de politizador la década del ochenta, lo deconstruyó la década del noventa. Ahora la relación con el electorado es realizada casi estrictamente desde un prisma mediático, y con liderazgos que muy poco tienen que ver con las formas doctrinarias de antaño. La eficiencia de una elite de expertos tomó las riendas del Estado. Las banderas de lucha con símbolos de la Guerra Fría, dejó paso a los índices y las estadísticas de los especialistas.
Del mismo modo, la anti-política ha logrado disolver el condimento ideológico, el cual hoy no existe, o se intenta mostrar que no existe. Por ello, retomando a Degregori, podemos ver que en el Perú se pasó de la política del logos, de la palabra y la escritura, hacia la virtualidad mediática, donde la imagen marca el pulso que antes hacía el concepto y la doctrina, donde el electorado ya no se identifica con programas o ideas, sino con la empatía del personaje, el referente meta-político. El tránsito de una política a otra, fue con esa “dictadura posmoderna” que implementó Fujimori. Una dictadura sin narrativa, sin mirar al pasado, sin referencias a la historia, sin citar a ningún prócer, sin admirar otros proyectos, sin ídolos ni antepasado ideológico. Es un puro ahistoricismo.
Los medios colaboraron tácticamente en la despolitización. Obviamente los medios que no colaboraron, eran presionados o cerrados. Fue indispensable para dicho tránsito, la colaboración mediática de politizar los talk-show, donde se hable y debata “de política” en las condiciones más bizarras y des-ideologizadas, con el objetivo estratégico de “despolitizar”. Si, se despolitizó, pero politizando burdamente los espacios ajenos a la discusión política. Aunque parezca tautológico.
Esa politización mediática incorporó una violencia inédita en los medios. Violenta en su discurso, sus palabras, sus imágenes. Programas como los populares escándalos de Laura Bozzo (acérrima fujimorista), mostraron lo peor de la necesidad y la pobreza. Fue una tremenda denigración de los sectores vulnerables, expuestos en sus intimidades, sus bajezas y sus conflictos, que taladraban la televisión y los diarios populares permanentemente, sin dar respiro, en torbellinos de vergüenza y denigración.
El Perú que vino después, no logró superar la “transición pos-fujimorista”. Todo el proyecto que vino después, fue una búsqueda permanente de reconstrucción de la Democracia, de las instituciones, la credibilidad y el oficio político. Esa transición comenzó a lapidar su rédito político rápidamente, extendiendo el ciclo transitivo indeterminadamente. De alguna manera como lo hizo la Concertación chilena en la era pos-pinochetista.
Como lo deja en claro Hildebrandt, el neoliberalismo en el Perú “se impuso a patadas”, al igual que en Chile. No fue una opción democrática, no fue consensuada. Ese neo-liberalismo está en una crisis de representatividad permanente, no logrando establecer un modelo de articulación política donde los gobiernos respondan a demandas de la población, y gestionen respuestas posibles. Hoy la política peruana es una permanente disputa por el espacio, a sangre y fuego, sin salirse de los carriles del neoliberalismo. En otras palabras, el endeble sistema de salud o la informalidad del trabajo no fueron prioridades para nadie.
En ese marco, el caso Odebrecht introdujo un elemento disruptivo en la mecánica de sucesión neoliberal, quebrando no sólo la estabilidad, sino que también la credibilidad de los rostros visibles del sistema. Hoy no hay expresidentes del Peru que no estén procesados o prófugos. Con semejante contexto llegó el COVID-19, desnudando aún más las debilidades estructurales del modelo, acelerando la crisis política y arrojando combustible a un incendio social que cada día crece.