
En un margen muy superior a lo que esperaban muchos analistas, y muy por encima de lo que proyectaban varios medios, la consulta sobre si cambiar definitivamente la Constitución de la Dictadura, y no hacerle más simples cambios cosméticos a la carta magna, dio como resultado un aplastante “apruebo”. Aplastante por donde se lo mire. Una de las pocas jurisdicciones de toda la República de Chile donde el “apruebo” el proceso para una nueva constitución no ganó, fue en el elitista y exclusivo barrio de Las Condes, donde viven muchos de los grandes empresarios dueños del comercio chileno, de sus recursos, sus rutas y aeropuertos, y donde votó el propio presidente Piñera, lo que es todo un símbolo.
No sólo es un rechazo a la ingeniería política actual de Chile. Es también un cachetazo a su clase política. Es más, la opción ganadora por una “nueva constituyente”, ampliamente renovada sin incluir en ella a una asamblea mixta con los parlamentarios, es un gesto de renovación que no tiene precedentes. Pero no sólo eso, no sólo ganó la opción de crear una nueva constitución, no sólo ganó la opción de crear esa nueva constitución con actores políticos renovados, también lo hizo: 1.- En todo el territorio de Chile, de norte a sur, en casi todas sus jurisdicciones, 2.- Lo hizo de una manera tan aplastante (80 % - 20%) que es muy difícil no hablar de rechazo absoluto, luego que los sectores concentrados y las elites chilenas invirtieran tanto dinero en ridiculizar y demonizar la opción de “apruebo”. Incluso, como ya se dijo en estas páginas, se difundió la idea que un cambio constitucional llevaría a Chile a “argentinizarse”, y perder el lugar de privilegio que el país tiene en cuanto a sus indicadores de crecimiento e ingreso per cápita. Pues bien, habría que preguntarle a esos diseñadores de la campaña del “rechazo” a una nueva constitución, si entonces esta auténtica paliza electoral ¿implica que el país transandino en algo quiere parecerse a la Argentina? Todo indicaría que, al menos en lo que hace a las profundas reformas sociales que se están proyectando, tanto la estabilidad de las últimas tres décadas, como también el inédito crecimiento económico -dimensiones que en nada se parecen al deterioro de nuestro país- no fueron suficientes para sacar a Chile del podio de uno de los países más desiguales del mundo.
El resultado de este plebiscito es un rechazo a muchas de las condiciones que llevan a Chile a ese lamentable podio. Es un rechazo a entregarle el sistema previsional a los banqueros. Es un rechazo a no poder contener el absoluto poder que tienen las empresas más grandes y las fortunas privadas sobre el individuo, sobre el consumo, sobre el trabajo, sobre la comunicación, sobre los recursos, los caminos, las rutas aéreas, el comercio, etc. Pero es también un rechazo a la soberbia del poder. Una manera de decirle al dueño de Chile que las cosas pueden empezar a cambiar y, por lo tanto, la dialéctica descendente va tener que transformarse. Recordemos que, cuando comenzaron las protestas por el aumento del metro de Santiago (el famoso detonante), un representante del gobierno les dijo a los trabajadores, a los asalariados sin derechos sociales, que “si no querían pagar más”, entonces que se levanten más temprano, que madruguen, para evitar el horario pico del transporte.
La retórica oficial, a eso lo acompañó con la tipificación como “delito” a cualquier evasión del pago de boletos, criminalizando los reclamos. Pero agreguémosle, para tirar más combustible al incendio, la declaración del estado de emergencia, con toda la represión que eso supone, y la declaración de guerra por parte del ejecutivo, a un “enemigo” que costaba identificar como tal.
Si lo miramos en su contexto histórico, el gobierno tuvo esa reacción hacia las protestas en momentos que la clase política chilena atraviesa el período de peor imagen en toda su historia, con denuncias de corrupción tanto por derecha como por izquierda, evasión de impuestos, paraísos fiscales, etc. Esa misma clase política es la que criminalizó a los estudiantes y luego los reprimió.
No se necesitaba mucho más para el desborde. Y el desborde llegó. A los primeros jóvenes estudiantes que protestaban, se fueron sumando adultos, trabajadores, organizaciones sociales, luego sindicales, etc. Y aparecieron los “cacerolazos”, que en Chile poseen una densidad simbólica muy fuerte, siendo el primer país de América Latina donde se registraron, cuando se vieron en calles de Santiago a modo de protesta contra el desabastecimiento del gobierno socialista de Salvador Allende. Increíble paradoja.
Ante esta rebelión popular el gobierno respondió con soberbia y dureza. Mucha dureza. Se propagaron los saqueos, los cuales eran hasta hace pocos años vistos en Chile como “patrimonio de la región” (por lo general de la Argentina), pero no de la “Suiza” trasandina. Y luego los incendios de locales, los desmanes, los robos, la sangre, las muertes. Las organizaciones de Derechos Humanos comenzaron a denunciar torturas y abusos. El Instituto Nacional de Derechos Humanos llegó a denunciar que en las paradas del metro se encontraron rastros de sangre y amarras, donde las fuerzas armadas comenzaron una feroz golpiza y detención de menores. Progresivamente, a medida que pasaban los días y las represiones, la gente movilizada comenzó a multiplicarse. Hubo un crecimiento de un 500% la cantidad de gente movilizada a sólo cuatro días de protestas, llegándose al pico de por lo menos un millón de ciudadanos movilizados el pasado viernes cuando la rebelión alcanza su pico.
Comenzó siendo una reacción a las medidas del gobierno, que se transformó en un “rechazo popular” a la represión y, luego, mutó a un lógico rechazo al gobierno en pleno. Por lo visto ayer, progresivamente el rechazo se transfirió a todo el sistema político. Se sumaron todo tipo de organizaciones y banderas, símbolos y estandartes. La multiplicidad de actores y representaciones sorprendió a muchos. Podían verse banderas de Colo-Colo al lado de la Universidad de Chile o la Universidad Católica. Vimos a lo largo de este año imágenes impensadas para Chile, en una secuencia de movilizaciones que parecían no mermar nunca. Vimos incendiarse imágenes de Piñera en las calles, y del Ministro del Interior. Destruir monumentos, saquear locales, romper autos y espacios públicos. Hasta tuvieron que desalojar el Congreso en Valparaíso porque las protestas eran por demás violentas.
En una sucesión de movilizaciones sin liderazgos y sin oradores que centralicen el discurso, el oficialismo hasta ensayó el remanido y absurdo chivo expiatorio de la infiltración extranjera. Progresivamente diversas organizaciones fueron asumiendo cierta dirección de la movilización, o al menos tomaron algunas riendas con el horizonte de capitalizar políticamente toda esta fuerza social. La heterogeneidad de grupos y espacios políticos que participaron de las protestas es notable, desde organizaciones barriales, hasta grupos indigenistas, sindicalistas, gremios de base, plataformas docentes, estudiantes, etc.
Anoche todos festejaban en la ya icónica plaza Italia, como en otras ciudades de Chile. Hubo algún desmán menor, pero no se dio la tan temida violencia que algunos fogoneaban desde los medios tradicionales, viviéndose quizás una de las fiestas cívicas más importantes de la historia reciente del país.