Donald Trump tuvo, quizás, una de las últimas posibilidades de cambiar el rumbo de las elecciones que, según parece, se encaminan hacia el regreso de los demócratas al Salón Oval. Luego del muy poco elegante encuentro entre los candidatos presidenciales en el primer debate, ambos tenían la oportunidad de dar una imagen un poco mas decorosa y no tan violenta y desagradable. Lo hicieron, actuaron desde una tonalidad más civilizada, pero, sin embargo, no se ahorraron puñaladas cargadas de acusación y denuncia, golpes bajos y escaza camaradería.
El magnate que logró orientar y canalizar el hartazgo, el revanchismo y la frustración de millones de votantes, que estaban (y están) enojados, fastidiados por el derrotismo de la crisis, y del “deprimente” discurso progresista e igualitario de su antecesor Barak Obama, intentó mostrar entereza en el último debate previo a las elecciones. Se mostró como se esperaba, altivo y soberbio (un poco menos que el primer debate), respondiendo cada golpe, incluso los más duros e indefendibles del debilitado Joe Biden.
A las acusaciones de corrupción le contestó con la misma carta, aunque mucho menos fundado en datos reales de lo que lo hizo el demócrata. Tiene poca credibilidad a esta altura buscarle los lados oscuros al patrimonio económico de Joe Biden, cuando el acusador posee un prontuario con más lobregueces que una pintura barroca. Pero así fue la estrategia y así es como los principales medios midieron el “éxito” o la derrota en el debate: las líneas de ataque; los golpes y esas aguas Trump sabe moverse. Además, en este tipo debates, ¿a quién le importa la verdad? Los dos candidatos mintieron, en amplios temas, inventando datos, falseando hechos, negando la realidad. ¿Pero importa? Lo hicieron con tanta seguridad y gallardía, que parecía que no mentían, que iban construyendo la realidad a medida que hablaban.
El hombre los realitys, el que supo interpelar a los trabajadores en un militarismo de grandeza mesiánica, que sirviera al menos de paliativo ante la ansiedad producida por el derrumbe de la estructura tradicional del trabajo y la crisis del “sueño americano”, ofreció -como siempre- un chivo expiatorio a todos su errores y problemas: no importan los ocho millones de contagiados por el COVID-19, importa que la economía no caiga. No importan los más de 220.00 muertos por la pandemia y las erráticas decisiones del ejecutivo, para Trump, él lo demostró por sí mismo, son pequeñas secuelas de una “peste china”.
No nos olvidemos que la misma candidatura de Donald Trump a la presidencia es producto del odio. Y todo su repertorio de gestos, frases ampulosas, lugares comunes y poses hollywoodenses, le dieron a la Casablanca un sabor a “magazine de espectáculos” y también de reality. Recordemos que Trump se hizo conocido por mucha gente por el programa-reality “El aprendiz”, y que no posee ni la más mínima experiencia en la gestión pública, careciendo de cualquier esbozo de un programa, doctrina o filosofía de gobierno. Y así llegó a la presidencia de la principal hegemonía mundial. Por eso sus respuestas están más pensadas para un programa de espectáculos, donde la verdad está decorada por las impresiones y subjetividades de quien observa una obra de arte, sin la necesidad de datos empíricos. Todo en él es perceptual, es dejar una buena impresión en esos minutos, luego se verá como se acomoda la realidad a su discurso.
Y eso supo hacer en toda su presidencia. Logró que sus palabras grotescas y maniqueas sean una revancha contra el establishment, un desahogo ante la rabia de desconcierto, ante la crisis política, la pérdida de representatividad partidaria, hartazgo, corrupción, desencanto… en una palabra: representó el odio.
Aaron James (2016), Doctor en Filosofía por la Universidad de Harvard, publicó un interesante ensayo “sobre la imbecilidad” a partir de un intento por descubrir la tipología de imbécil a la que pertenece Donald Trump. Es decir, no para corroborar si se trata de un imbécil o no, eso ya es parte del supuesto de trabajo del libro, sino para descubrir en que categoría del mismo debe encuadrarse al presidente de los Estados Unidos. Pues bien, uno de los rasgos que más destaca James, es que a diferencia del “estúpido”, que cuando realiza un acto de su calibre podría llegar a disculparse, el “imbécil”, por el contrario, tiene como “rasgo continuo” esa desconsideración hacia los demás, sin disculparse ni ver nada malo en esa acción. Es como un estúpido, pero orgulloso de serlo.
Es un rasgo estable de su personalidad el atropello, ya que “actúa impulsado por la firme convicción de ser especial y no estar sujeto” a las normas de la conducta comunes a todos los demás. Al situarse a sí mismo al margen, se siente cómodo incumpliendo con las convenciones aceptadas socialmente. Eso es un imbécil. Lo interesante es que para el filósofo, a diferencia de los grandes imbéciles de la Historia Universal (desde Napoleón a Dick Cheney) que al menos han tenido un sentido sólido de grandeza moral, el caso de Trump presenta “un estilo de imbecilidad más novedoso”, no sólo porque carece de ese sentido, sino porque también es una combinación de imbécil con payaso, ya que “busca la atención y el entretenimiento de un auditorio sin llegar a comprender del todo la imagen que tiene de él su público” (James,2016;14-15).
El discurso de Trump es hueco, obvio, y además violento. Pero sigue teniendo efectos de atracción, simplemente porque estamos en una sociedad que compra violencia y banalidad. La sociedad, de alguna manera, espera eso y el show de turno es lo que ofrece. Hay una adicción a lo violento, en cualquiera de sus formas. Esa adicción pasa por encima los datos objetivos que a cualquier otro candidato lo destruirían, al menos en un debate.
Trump puede sortear con agilidad de equilibrista las espantosas cifras de más de 500 niños mexicanos separados de sus padres en la frontera, por culpa de su violenta política migratoria, sin inmutarse ni remordimientos. Y si puede salir airoso de ese tipo de entuertos, sin pedir disculpas, puede encontrar los resquicios para escaparse de cualquier situación. Y así lo hizo. Por eso para saber si ganó o no el debate, simplemente hay que preguntarle a él mismo. Como le dijo claramente a los asesores de su equipo que “ganó”, con firmeza y seguridad, pues ya lo sabemos, la realidad se acomodará tarde o temprano a su dialéctica.