Por: Mg. Lautaro González Amato*
La política argentina volvió esta semana a su escenario clásico y contemporáneo a la vez: el Congreso en debate y la calle hablando. La movilización de la CGT hacia Plaza de Mayo —replicada en otras ciudades y con fuerte impacto en el microcentro— buscó condicionar el tratamiento de la reforma laboral del Gobierno. “No queremos menos derechos, queremos más trabajo, más dignidad”, sintetizó el cosecretario general de la CGT, Jorge Sola, en el acto central. Allí fijó el encuadre desde el cual el sindicalismo decidió disputar el sentido de la iniciativa.
En paralelo, el oficialismo intentó sostener en el recinto una narrativa de “modernización”, mientras la oposición procuró encuadrar el proceso como un atropello institucional y social. Lo decisivo, sin embargo, no fue solo lo que se discutió, sino cómo se lo presentó.
En comunicación política, una reforma laboral rara vez se define por su articulado: se define por el marco moral que logra imponer cada actor. Robert Entman lo sintetizó en una de sus definiciones clásicas: encuadrar implica seleccionar aspectos de una realidad percibida y volverlos más salientes; “to frame is to select some aspects… and make them more salient”. En esa pelea por la selección narrativa, el conflicto dejó de ser “un proyecto” para convertirse en una disputa por el sentido común.
El contexto legislativo, además, dejó señales que el Gobierno no puede ignorar. Aunque el oficialismo se mostró confiado en la aprobación del Presupuesto 2026, el traspié en torno a la derogación de leyes vinculadas a discapacidad y financiamiento universitario —al alcanzarse una mayoría más amplia de lo esperado— abrió una incógnita política adicional: no tanto qué quiere hacer el Gobierno, sino cuánto margen real tendrá para ordenar mayorías estables en los próximos debates. En Balcarce 50 dejaron trascender que, si el texto no se modifica en el Senado, será vetado, bajo el argumento de que rompe con el “déficit cero”.
La voz libertaria: “modernización” y nuevas reglas de contratación
Desde el Ejecutivo, la reforma se presentó como un paquete para reducir burocracia, incentivar el empleo formal y aumentar flexibilidad. En el Senado, el secretario de Trabajo Julio Cordero sostuvo que el nuevo esquema aplicaría para “los nuevos trabajos” y que los vínculos previos mantendrían derechos ya consagrados. El mensaje buscó sostener una idea fuerza: transición sin retroactividad. Dicho de otro modo, cambiar sin que el cambio se viva como una amenaza inmediata para quien ya está dentro del sistema.
En ese mismo registro, Patricia Bullrich, jefa de bloque de La Libertad Avanza en el Senado, explicitó la hoja de ruta: buscar dictamen en comisión y llevar la discusión al recinto el próximo viernes 26 de diciembre. Lo dijo con una certeza política que también funcionó como dispositivo comunicacional: “va a haber modificaciones al proyecto y va a salir”. La frase operó como promesa de gestión y como señal de mando hacia adentro y hacia afuera: transmitir que el desenlace es inevitable. Incluso cuando afirmó “vamos a escuchar a la CGT”, sostuvo el encuadre de empleo y solución práctica: “queremos sacarle problemas a los argentinos, que puedan trabajar”. Escuchar, sí; ceder el marco, no.
Cómo juega la oposición: procedimiento, legitimidad y poder
Del otro lado, el jefe del bloque de Unión por la Patria en el Senado, José Mayans, eligió un movimiento típico cuando una fuerza política entiende que disputar el contenido puede ser más costoso que disputar el método: trasladar el conflicto al terreno de la legitimidad. Mayans impugnó el armado de las comisiones que empiezan a tratar la reforma laboral —en particular la Comisión de Trabajo—, al plantear que la integración subrepresenta a su bloque y que el procedimiento fue irregular.
El punto de ataque no fue menor. Cuando la discusión pasa a ser “cómo se trata”, el proyecto deja de ser modernización y pasa a ser imposición. Por eso Mayans denunció violación del reglamento y de la Constitución, y anticipó que judicializarán el proceso si no se corrige. En el cruce con Bullrich elevó el tono con una frase de alto rendimiento mediático —“hacen lo que se les canta”— que buscó condensar, en una oración, una acusación más profunda: que se intenta avanzar sin consensos ni reglas claras. En clave de framing, el objetivo fue instalar un “atropello institucional”: si la forma es inválida, el contenido queda políticamente contaminado.
“Provocación”, “garantías” y demostración de fuerza
La CGT, por su parte, hizo lo que históricamente hace cuando detecta una amenaza estructural a los derechos de los trabajadores: transformar el rechazo en volumen de movilización. Pero esta vez la central sindical no solo convocó; también encuadró. Al advertir por “provocaciones innecesarias” y reclamar “garantías”, buscó instalar que la marcha fue un acto legítimo y defensivo, no un problema de orden público. Por eso subrayó, antes de la convocatoria, que sería “pacífica, organizada y responsable”. El mensaje, leído fríamente, tuvo una lógica reputacional: blindar la protesta antes de que fuera narrada como desorden.
La intención de fondo también fue transparente: instalar que el conflicto no era un capricho sindical, sino una defensa de reglas y derechos; y que, si había tensión, se explicaría por el clima discursivo y el dispositivo de seguridad del Gobierno, no por la movilización en sí. Ahí vuelve Entman: seleccionar lo sensible —derechos, garantías, provocaciones— y hacerlo dominante en la conversación pública para orientar interpretaciones y evaluaciones.
Ese encuadre no quedó solo en consignas. En el documento leído en Plaza de Mayo, la central calificó la iniciativa como “regresiva y precarizadora” y la describió como “un ataque directo a los derechos fundamentales de los trabajadores”. La marcha, además, dejó un mensaje de escalamiento: la conducción sindical deslizó la posibilidad de un paro nacional si el Congreso avanza con el proyecto.
La disputa por el encuadre y el nuevo campo de batalla
Con el acto en la Plaza ya consumado, el conflicto sumó un tercer escenario: la negociación del ritmo. El oficialismo buscó mostrar control, pero el propio debate se demoró para procesar cambios propuestos por distintos bloques; aun así, desde el entorno oficialista insistieron en que, con dictamen, “están los votos”. En paralelo, la lectura opositora fue inmediata: si el tratamiento se patea —aunque sea por táctica— la marcha consigue su efecto más importante en comunicación política: no necesariamente frenar, sino hacer retroceder el tempo, y obligar a reencuadrar el “avance inevitable” como un avance condicionado.
La escena final de la semana dejó una triada de encuadres en competencia. El Gobierno intentó presentar la reforma como un dilema de eficiencia y empleo; el peronismo buscó convertirla en un dilema de legitimidad institucional; la CGT trabajó el dilema en clave de justicia social. Cada actor empujó una lectura del conflicto que define, de antemano, quién es razonable, quién es obstáculo y quién puede arrogarse mayor representación popular.
Y el campo de batalla real ya no fue solo el recinto o la plaza. Fue el ecosistema híbrido donde un recorte de video, un textual, un zócalo de TV y un tuit construyen “lo que pasó” más rápido que cualquier dictamen. En ese terreno la política se juega por traducción: gana quien logra convertir lo técnico en cotidiano, lo abstracto en experiencia, lo procedimental en injusticia o en necesidad. El Gobierno gana cuando explica simple; la CGT gana cuando concreta daño; la oposición gana cuando vuelve comprensible por qué el procedimiento importa.
Por eso, si se busca evitar que el conflicto termine reducido a una dinámica de choque permanente, el desafío comunicacional es bajar el eje del enemigo al interés: hablar de impactos reales y plazos, de quién gana y quién pierde, sin encerrar el debate en identidades morales irreconciliables. Sin una escena mínima de diálogo —aunque sea tensa, aunque sea imperfecta— el proceso queda narrado como imposición. Y la imposición, en Argentina, casi siempre activa anticuerpos.
En definitiva, la reforma laboral dejó de ser “un proyecto” para convertirse en un dispositivo de poder narrativo. El oficialismo necesita demostrar capacidad de cambio; el peronismo, capacidad de límite; la CGT, capacidad de veto social. Y el resultado no será solo legislativo: será simbólico.
En estos tiempos, no se juega únicamente qué régimen laboral tendrá Argentina en 2026; se juega quién alcanza la autoridad suficiente para definir qué es progreso y qué es retroceso. Porque, como advierte el lingüista estadounidense George Lakoff, los frames son estructuras mentales que moldean la forma en que vemos el mundo. Y cuando se disputa el marco, se disputa la realidad misma.
*Autor del ebook “Unir la cadena. IA & comunicación política. Guía práctica para asesores”, LAMATRIZ, 2024.