En el plano nacional, Milei capitalizó el desgaste de una clase política que, tras más de una década sin domar la inflación ni estabilizar la economía, perdió la confianza social: la gente dejó de creer que los partidos de siempre podían resolver los problemas de siempre. Milei no aparece tanto como una anomalía, sino como el síntoma de un sistema político agotado.
Al mismo tiempo, su ascenso encaja en un clima global de desconfianza hacia las élites y de auge de liderazgos disruptivos que mezclan anticorrección política, comunicación directa y polarización como método. Lo que ocurre con Milei dialoga con Trump, Bolsonaro o Meloni: un electorado que vota más “en contra de” que “a favor de” y líderes hipermediáticos que buscan desmantelar lo que llaman el proyecto progresista ‘woke’. Milei es la versión local de esa tendencia global.
Su llegada al poder expuso además una novedad institucional: un presidente sin estructura partidaria, sin gobernadores, sin intendentes y con una representación legislativa en minoría, cuya victoria dependió en buena medida de alianzas estratégicas con el PRO y otros sectores que le permitieron consolidar un margen mínimo de gobernabilidad. Con este panorama, el gobierno logró mantenerse a partir de una estrategia basada en tres instrumentos: negociaciones puntuales con aliados circunstanciales, uso intensivo de decretos y vetos para bloquear iniciativas adversas. A ello se sumó un cuarto mecanismo: la comunicación como herramienta disciplinante utilizada para ordenar aliados, intimidar opositores y cohesionar el propio espacio. No obstante, el gobierno no ganaba siempre, pero evitaba derrotas estratégicas. Es decir, el logro no fue imponer su programa completo, sino evitar que la oposición impusiera el suyo.
Por otra parte, su principal respaldo político provino de la fuerte desaceleración de la inflación: del 25,5% en diciembre de 2023 al 2,7% en octubre del 2024 según datos del INDEC. Este resultado fue producto de la implementación de una terapia de shock basada en una corrección radical de la política fiscal y monetaria. La caída inflacionaria alivió emocionalmente a la sociedad, aunque con costos sociales visibles: consumo e industria se redujeron, mientras sectores primarios y financieros mostraron dinamismo, evidenciando ganadores y perdedores claros.
Llegado 2025, el año electoral dejó señales cruzadas. La estrategia de LLA de presentarse con listas “puras” y sin alianzas amplias a nivel subnacional resultó en que el partido perdiera en casi todas las elecciones provinciales, excepto la victoria en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA), con el 30,70% de los votos para legisladores locales, representó el único éxito en el ámbito subnacional.
Pero en septiembre, LLA sufrió una derrota en la elección bonaerense desdoblada, un proceso que se buscó nacionalizar en la provincia gobernada por el principal opositor, Axel Kicillof, y que representa el 37,04% del padrón electoral total. Sin embargo, quedó claro que el partido carecía de anclaje territorial, y se afirmaba que “las consecuencias de la recesión económica y de los escándalos del gobierno llegaban a las urnas”.
Pero un mes después, en las legislativas nacionales el tablero se dio vuelta. Como señalan Calvo, Elizondo y Zarazaga no cambió la preferencia: cambió quién fue a votar. El electorado libertario se movilizó, mientras una parte del voto peronista del conurbano se quedó en su casa. Intendentes peronistas no kirchneristas redujeron el esfuerzo territorial y el resultado fue contundente: LLA triplicó bancas en el Senado y quedó como primera minoría en Diputados, compensando su debilidad inicial.
La distancia entre los malos resultados provinciales (salvo CABA) y el triunfo nacional en 15 provincias muestra un patrón claro: cuando los gobernadores desdoblan, mandan las estructuras locales; cuando la boleta es nacional, Milei arrasa aunque pierda abajo.
Aun así, persiste una duda estructural: ¿estamos ante un partido nacional o ante un liderazgo nacional sin partido? Milei construyó un liderazgo nacional sin haber construido una organización nacional, por lo que su perdurabilidad dependerá de si logra traducir su capital electoral en estructura, algo que pocas fuerzas nuevas han conseguido desde 1983.
Entonces, luego de este recorrido general, conviene preguntarse qué cambió realmente en la política argentina y qué podemos esperar.
En primer lugar, el sistema de partidos se reconfiguró. Los partidos tradicionales se replegaron hasta volverse fuerzas provinciales o distritales: el kirchnerismo se replegó al conurbano, el PRO se refugió en la CABA y el radicalismo sobrevivió en sus bastiones históricos. En cambio, LLA se convirtió en el único partido con un líder, un nombre y un proyecto político de alcance nacional.
Al mismo tiempo, la derecha quedó reorganizada: el mileísmo desplazó a las expresiones tradicionales y tomó el control del espacio, mientras la oposición se fracturó. El peronismo enfrenta una crisis de renovación de liderazgo y de proyecto político, con tensiones internas que dificultan cualquier estrategia común.
El segundo cambio fue el giro económico, la política económica pasó de esquemas heterodoxos a un esquema ortodoxo sustentado en disciplina fiscal, desregulación y apertura económica, que redujo la inflación y redefinió las prioridades del Estado. Este giro se instrumentó mediante dos herramientas emblemáticas: la “motosierra” que implicó recortes discrecionales como la paralización de la obra pública, y la “licuadora” que redujo el gasto fijo a través de la inflación. La combinación de ambas permitió al gobierno alcanzar un superávit primario en 2024. La restricción externa de dólares y la deuda, lejos de resolverse, quedaron elegantemente delegadas a la administración Trump.
De cara a 2026, el gobierno proyecta un ciclo de reformas más ambicioso en lo laboral, tributario e institucional, y un presupuesto que consolide la orientación económica actual. No obstante, la agenda requiere no solo mayorías legislativas sino también gobernabilidad federal. Paralelamente, LLA buscará consolidar su arraigo territorial provincial mediante mecanismos como la boleta única, mientras la relación Nación-provincias se perfila como una arena central de negociación política.
En paralelo, la orientación económica genera nuevas geografías del malestar: mientras los sectores urbanos del conurbano sufren la recesión, las economías extractivas y primarias del interior como la agricultura, minería y de recursos estratégicos podrían consolidar intereses políticos propios a los de las áreas urbanizadas y densamente pobladas de los conurbanos, más dependientes del consumo interno y de la intervención estatal a través de las obras públicas. Si esta brecha persiste, lo que hoy es una diferencia económica puede convertirse en un nuevo clivaje político: un país que discute no sólo identidades, sino modelos productivos y territorios con intereses contrapuestos.
El escenario futuro es claro: polarización creciente, centro debilitado y disputa abierta por la reconfiguración del sistema político. Aquí conviene plantear un interrogante que completa el análisis: ¿quién ocupará el centro político y con qué proyecto? La política argentina, además, se ordena cada vez más por identidades negativas: el anti-mileísmo y el anti-peronismo configuran sentimientos de pertenencia política tanto o más potentes que las adhesiones programáticas.
Como advierte el politólogo Andrés Malamud, la abdicación de la responsabilidad política por parte de los moderados abre la puerta al triunfo de los extremistas: cuando el centro se retira, los bordes avanzan; y en Argentina, ya avanzaron y triunfaron. Queda por verse cómo una oposición aún dispersa y un sistema político en busca de equilibrio procesarán las tensiones del experimento en curso, cuyo desenlace sigue abierto. Después de todo, las democracias no se sostienen únicamente por quienes ganan, sino por la capacidad colectiva de sostener reglas, contrapesos y acuerdos básicos aun en medio del cambio.