Por: Mg. Lautaro González Amato*
El próximo 10 de diciembre Australia va a hacer algo que hasta hace poco parecía impensado: prohibir por ley el uso de redes sociales a los menores de 16 años. No será una recomendación a las familias ni un acuerdo de buenas prácticas con las plataformas: será una obligación legal con multas millonarias para las tecnológicas que no cumplan.
En paralelo, Chile acaba de aprobar una ley que prohíbe los celulares y dispositivos inteligentes en las aulas de primaria y secundaria a partir de los próximos ciclos lectivos, como parte de un “cambio cultural” para que los chicos vuelvan a mirarse a la cara, socializar en los recreos y recuperar la concentración.
Mientras tanto, en Argentina y el resto de América Latina continuamos enfrascados en la discusión –a veces de manera fragmentada y reactiva– acerca de la desinformación, discursos de odio, IA generativa, voto joven e influencia de las redes en la política, sin un marco robusto que ordene el ecosistema.
Lo que sucede en Australia y Chile no es solo una anécdota regulatoria: es una ventana al debate de fondo. ¿Hasta dónde puede –y debe– llegar el Estado para proteger a niños y adolescentes de las lógicas de las plataformas… sin, al mismo tiempo, silenciar sus voces ni restringir derechos políticos futuros?
Australia: del "control parental" al "control estatal"
La Online Safety Amendment (Social Media Minimum Age) fijó un mínimo legal de 16 años para tener cuenta en determinadas redes sociales. Desde el próximo 10 de diciembre plataformas como TikTok, Instagram, Facebook, X, Snapchat, YouTube, Twitch, Reddit o Threads deberán eliminar las cuentas de los menores de 16 e impedir que se creen nuevas, bajo amenaza de multas que pueden llegar a casi 50 millones de dólares australianos.
No habrá sanciones para las familias ni para los chicos: toda la responsabilidad recae sobre las empresas que deberán demostrar que tomaron “medidas razonables” para verificar la edad. Ahí entra otro capítulo polémico que tiene que ver con la verificación mediante documentos de identidad, el uso de biometría e IA para estimar la edad a partir de fotos o videos y el análisis de patrones de comportamiento para detectar cuentas sospechosas.
El gobierno de Anthony Albanese defiende la ley con un argumento simple y potente: “proteger la salud mental de los jóvenes”. Asegura que retrasar la entrada a redes hasta los 16 les da “tres años más” para construir vínculos reales “offline”, practicar deportes, vivir en las plazas, participar en clubes e ir a las escuelas sin la presión constante de los likes, el ciberbullying y la comparación permanente.
Pero no todos lo ven como un acto de cuidado. Amnistía Internacional advirtió que una prohibición total puede aislar a los jóvenes, no resolver las prácticas nocivas de las plataformas y desplazar el problema hacia espacios menos visibles, como la deep web o servicios no regulados.
Organizaciones de derechos digitales y hasta adolescentes australianos llevaron el caso a la Alta Corte, argumentando que la norma puede vulnerar la libertad de expresión y el derecho a la comunicación política, incluso de cara al futuro, en un país donde buena parte del debate público ocurre en redes.
La gran paradoja es evidente: para proteger a los jóvenes de la “plaza pública digital”, el Estado los expulsa de esa plaza, mientras obliga a las compañías a levantar murallas de verificación y control de edad que también tienen riesgos para la privacidad.
Chile: la escuela como laboratorio de desconexión
El caso chileno es distinto, aunque dialoga en la arena pública con el australiano. El Congreso aprobó una ley que prohíbe el uso de celulares y dispositivos inteligentes en las aulas, salvo excepciones justificadas (salud, emergencias, situaciones específicas definidas por los docentes). La medida entra en vigencia en los próximos ciclos escolares y busca mejorar la convivencia, atención en clase y salud emocional de los estudiantes.
El ministro de Educación, Nicolás Cataldo, lo definió como un “cambio cultural”: volver a las miradas, al recreo sin pantalla, a una escuela que compita menos con la notificación permanente. En algunos colegios de Santiago ya se ven experiencias piloto: bolsitas para guardar celulares, espacios de “desconexión” obligatoria, acuerdos de convivencia entre familias y comunidad educativa.
A diferencia de Australia, Chile no saca a los menores del ecosistema digital: acota el uso en un tiempo y lugar específico –el aula–. No es una prohibición total sino una regulación contextual, centrada en el proceso de aprendizaje.
La pregunta, desde la comunicación política, es si estos modelos son complementarios o están construyendo dos relatos diferentes acerca del modo en que se conectan hoy las infancias y la juventud:
En uno, el menor es sobre todo un sujeto a proteger de un ambiente tóxico; en el otro, un actor en formación que debe aprender a regular el uso de la tecnología en ámbitos clave como la escuela.
América Latina: entre la campaña permanente y la desregulación
Mientras tanto, en Argentina y buena parte de América Latina, la preocupación por el impacto de las redes en jóvenes y adolescentes viene de otro lado: el de la desinformación, las campañas sucias y la hiperpolitización del timeline.
En los últimos años vimos campañas electorales que se jugaron a fondo en TikTok, Instagram y YouTube, con candidatos que entendieron que, si no entraban en el lenguaje meme y el formato vertical, no existían para el voto joven.
Proliferaron influencers y streamers que opinan de política casi a tiempo completo, funcionando como mediadores informales entre partidos y audiencias juveniles. Además hubo un avance vertiginoso de la IA generativa y los deepfakes, que pueden poner palabras en boca de cualquiera y volver borrosa la frontera entre verdad y ficción.
Frente a esto, los debates regulatorios en la región se centraron más en “leyes de fake news” o proyectos contra la desinformación, como el caso brasileño, que en una política integral para la infancia digital. Muchos de esos intentos naufragaron por temor –fundado– a que se conviertan en herramientas de censura o control de la oposición.
En Argentina, la discusión sobre redes, adolescentes y política aparece dispersa: por un lado, la preocupación por el malestar emocional ligado a la hiperconexión; por otro, el uso intensivo de redes en campañas, donde el voto joven es cortejado a golpe de contenido viral, sin reglas claras sobre segmentación, publicidad política o uso de datos de menores.
La sensación es que vamos detrás de los hechos: mientras los países centrales empiezan a experimentar con modelos duros de restricción de edad, nuestra región sigue atrapada entre el laissez-faire de las plataformas y el riesgo de respuestas punitivas mal diseñadas.
¿Prohibir, regular o educar? Tres desafíos para la comunicación política
En este escenario global, cruzado por Australia y Chile, la comunicación política tiene al menos tres grandes desafíos si quiere estar a la altura de la época.
Primero reconocer que las redes son también un espacio de socialización política temprana. Para bien o para mal, los menores escuchan por primera vez la palabra “inflación”, “derechos”, “Estado”, “feminismo” o “libertad” en un video corto, no en un manual escolar. Sacarlos por completo de ese espacio puede evitar daños, pero también postergar su entrada al debate público.
La pregunta no es solo cómo protegerlos, sino cómo garantizar que, cuando entren, no lo hagan a ciegas y sin herramientas.
En segundo término aparece el debate de pasar del prohibicionismo a la gobernanza democrática del ecosistema digital. Esto es, prohibir redes bajo los 16 puede bajar exposición, aunque no cambia el modelo de negocios de las plataformas ni las lógicas del algoritmo. La alternativa no es mirar para otro lado, ya que se necesitan regulaciones claras acerca de la publicidad política, especialmente cuando hay datos de menores de edad.
Acá es donde deben emerger las reglas de transparencia algorítmica que permitan auditar cómo se priorizan contenidos, sobre todo en contextos electorales; estándares regionales para el etiquetado de contenidos generados con IA, de modo que la ciudadanía sepa cuándo está frente a un deepfake.
La comunicación política –académica y profesional– puede ayudar a diseñar estas normas desde una perspectiva de derechos y pluralismo, no solo de seguridad.
Por último potenciar la alfabetización mediática y participación juvenil, no solo el control, permitirá asumir que no hay marcha atrás en la digitalización de la vida social, el camino no puede ser solo la valla. Hace falta un ecosistema de alfabetización mediática y algorítmica, articulado entre escuelas, medios públicos y comunitarios, organizaciones sociales y, por qué no, los propios creadores de contenido.
En vez de ver a los adolescentes sólo como potenciales víctimas, la política podría integrarlos en el diseño de las soluciones: consultarlos, escucharlos, incluirlos en foros y consejos sobre regulación digital. Australia, por ejemplo, está viviendo ahora un debate intenso en el que los propios jóvenes están alzando la voz contra la prohibición absoluta; eso también es ciudadanía activa.
Hoy es el futuro
Australia decidió que la mejor forma de cuidar a sus chicos es cerrarles la puerta de las redes sociales hasta los 16. Chile eligió sacarlos del celular dentro del aula para que vuelvan a mirarse a los ojos. América Latina mira, discute, improvisa y, al mismo tiempo, usa esas mismas plataformas para hacer campaña, polarizar, construir liderazgos y disputar sentidos.
El riesgo es quedarnos atrapados en una falsa dicotomía de hiperlibertad de mercado digital o prohibicionismo estatal que infantiliza a la ciudadanía.
La salida, probablemente, esté en otro lugar: un pacto democrático que combine protección de la infancia, regulación inteligente de las plataformas y una apuesta decidida por la educación crítica. No se trata sólo de limitar el tiempo de pantalla, sino de preguntarnos qué tipo de ciudadanía queremos que se forme detrás de ella.
Porque, al final, la pregunta no es si los chicos van a estar o no en redes. La pregunta es en qué condiciones, con qué reglas de juego y con qué capacidad para no ser solo audiencia cautiva del algoritmo, sino también autores de su propia voz pública.
Ahí es donde la comunicación política tiene todavía mucho que decir y bastante que aprender.
*Autor del ebook “Unir la cadena. IA & comunicación política. Guía práctica para asesores”, LAMATRIZ, 2024.