
Lo que empezó como una sociedad política funcional hoy muestra signos claros de tensión y desgaste. Ya no se trata solo de diferencias de estilo o estrategia: lo que está en juego es el liderazgo del espacio y, con él, la caja, el territorio y la proyección presidencial.
Desde afuera se intenta mantener la imagen de un peronismo unido, enfocado en enfrentar al gobierno nacional y recuperar terreno político. Pero hacia adentro, La Cámpora juega su propio juego. Y no es nuevo: el método es el mismo de siempre.
Filtraciones, operaciones mediáticas, cuestionamientos solapados y la instalación de “figuras alternativas” que empiezan a sonar como posibles reemplazos.
Kicillof, por su parte, intenta desmarcarse: habla de gestión, se muestra “técnico”, busca apoyo en los intendentes y toma distancia del cristinismo más duro. Pero esa independencia, aunque moderada, molesta. Para La Cámpora, el gobernador dejó de ser útil. Ya no responde sin condiciones y, lo peor, empieza a construir volumen propio.
No se trata de diferencias programáticas profundas, sino de algo más crudo: el control de la estructura del PJ bonaerense y de los recursos del Estado. La Cámpora quiere el partido, quiere la lapicera, quiere el armado. Y Kicillof, con sus formas más sobrias y su gestión sin épica militante, representa una amenaza para esa lógica.
Máximo Kirchner perdió centralidad tras las elecciones, pero mantiene una estructura aceitada de cuadros militantes, cargos estratégicos y vínculos con sectores del aparato estatal y sindical. No va a entregar ese poder fácilmente, ni siquiera a un gobernador peronista.
En off, varios dirigentes cercanos a La Cámpora comienzan a deslizar críticas hacia la gestión de Kicillof. Que es cerrado. Que no escucha. Que no construye. Que no entiende la política. Las mismas voces que lo acompañaron sin chistar durante cuatro años, hoy ensayan una crítica cuidadosa pero constante, como preparando el terreno para justificar una posible ruptura o reemplazo.
Al mismo tiempo, se impulsan candidatos alternativos en municipios clave, se tensionan espacios en el gabinete y se activan los circuitos de militancia con mensajes ambiguos: leales al proyecto, pero no necesariamente al gobernador.
No se trata solo de desplazar a Kicillof, sino de domesticarlo. De disciplinarlo. De recordarle quién construyó el poder que hoy él administra.Si no se alinea, el mensaje es claro: lo vacían desde adentro. Es la vieja lógica del peronismo verticalista, reciclada en versión 2.0: orgánica, progresista, pero igual de implacable. La Cámpora no negocia espacios, los ocupa. No acompaña liderazgos ajenos, los moldea o los rompe.
El futuro del peronismo bonaerense está en disputa. Kicillof representa una línea más autónoma, con intención de construir volumen propio, sin quedar rehén de la conducción camporista. La Cámpora, por su parte, no está dispuesta a soltar el control que ejerció durante más de una década.
La pregunta no es si habrá ruptura, sino cuándo y cómo se manifestará.
En el mientras tanto, la oposición toma nota, los intendentes miran de reojo y la ciudadanía, agotada de internas, espera alguna señal de que la política va a empezar a hablar de lo que realmente importa: gobernar.