
Cuando el escándalo por los audios de Diego Spagnuolo estalló, el Gobierno pareció desorientado. Dos semanas después, la ministra de Seguridad Patricia Bullrich tomó la posta, aunque con una decisión temeraria y narrativamente errática.
El Gobierno resolvió presentar una denuncia pidiendo allanamientos a periodistas y abogados involucrados en la filtración y publicación de los audios, que lleva la firma de Fernando Soto, mano derecha de la funcionaria del Gabinete, y apuntó -en una ya conocida maniobra con sello bullrichista- a un complot del kirchnerismo con cooperación de redes rusas, bolivianas, venezolanas y hasta de la Asociación del Fútbol Argentino (AFA).
El argumento no resiste la lógica: varios audios nacieron dentro de la Casa Rosada -espacio vedado para opositores o extranjeros-, lo que sugiere que la filtración fue, en rigor, interna. El juez Alejandro Maraniello aceptó la cautelar y restringió la difusión de todo audio que mencione a la secretaria General de la Presidencia, Karina Milei.
La decisión encendió las alertas en la opinión pública, que rápidamente denunció censura y apuntó al amplio prontuario de denuncias que enfrenta el magistrado. Maraniello no es un juez convencional: acumula ocho denuncias -de las cuales cinco son por acoso o abuso sexual- y fue citado en agosto por el Consejo de la Magistratura. Una de las causas por acoso cayó en manos de la jueza María Servini.
Su perfil paganista corrió el telón y puso el foco en una estructura judicial permeable, más concentrada en cerrar bocas que en defender derechos.
En paralelo, la filtración de los audios de Karina Milei -similar en crudeza a los anteriores del escándalo ANDIS- volvió a recalibrar la interna. La reacción presidencial fue rápida y decisiva: se presentó una denuncia por “inteligencia ilegal” y el juez federal puso la mordaza a la difusión antes de que media Casa Rosada hablara. Una poda preventiva para reducir el daño político con colaboración de la Justicia.
Varios constitucionalistas salieron advertir lo obvio: una cautelar sin sujeto claro, sin límite temporal, que alcanza a medios y redes, es una forma de censura previa incompatible con la libertad de expresión. No hay jurisprudencia que la justifique. “No se puede interdictar la libertad de pensamiento y expresión”, advierten.
Una de las dimensiones más graves de la contraofensiva del Gobierno reside en las presiones a periodistas, abogados y figuras públicas involucradas en la difusión de los audios, y presuntamente en su obtención.
A raíz de una serie de hipótesis poco sostenibles, Bullrich pidió allanamientos a los domicilios de los comunicadores, Mauro Federico y Jorge Rial, quienes salen al aire en el canal de streaming Carnaval, donde fueron dados a conocer los registros de Spagnuolo.
Pero también pidió afectar al dueño del medio, el tesorero de AFA, Pablo Toviggino, reconocido opositor al Gobierno y mano derecha de Claudio "Chiqui" Tapia, el titular de la Asociación.
El abogado Franco Bindi, ligado a agentes inorgánicos de inteligencia y pareja de la diputada -ex La Libertad Avanza- Marcela Pagano, fue otro de los apuntados. Se lo acusa de conspirar desde hace meses contra el oficialismo. En línea con las acusaciones de la diputada Lilia Lemoine, Pagano viene siendo apuntada como factor de desestabilización del oficialismo.
Pero si esta serie de conjeturas resulta un tanto forzada, de ahí se desliza al delirio: según el Ministerio de Seguridad, en junio se habría detectado un grupo de residentes rusos, liderado por un tal Lev Konstantinovich Andriashvilli, que estaría desarrollando operaciones de desinformación en el país.
Ese colectivo, bautizado La Compañía, tendría un modus operandi idéntico al de los audios de ANDIS y formaría parte de una maniobra a largo plazo. Bullrich agrega que los rusos ya intervinieron en Rumania, Polonia y Francia en 2017, y que ahora podrían estar detrás de las grabaciones que buscan condicionar las elecciones de 2025. La acusación se basa poco más que en una corazonada con base en operaciones que han desarrollado grupos de tareas en otras regiones del mundo.
El texto avanza con más conexiones. Señala que Bindi fue abogado de la petrolera venezolana PDVESA y que en su departamento habría alojado a Evo Morales durante el exilio en Buenos Aires. A partir de allí, la ministra completa el rompecabezas: una supuesta trama internacional de rusos, venezolanos, bolivianos, a la que se agregan cubanos, nicaragüenses y, como marca registrada de la política local, kirchneristas.
Una novela a la medida de la demanda ideológica del núcleo duro del electorado conservador argentino, enemistado a tal punto con el concepto 'kirchnerismo' que podría asimilar como verosímil la trama más descabellada; siempre que ubique al peronismo como usina de conspiraciones anti democráticas. Peronismo que a duras penas logra coordinar una lista de candidatos sin terminar en una balcanización de sus componentes.
Lo llamativo es lo que no está. En más de veinte páginas no se menciona lo que los audios efectivamente revelan: la compra irregular de medicamentos, las coimas, los fondos que habrían llegado a Karina Milei.
Voces muy distintas ya hablaron de ese circuito: el orfebre Juan Carlos Pallarols (“me quisieron cobrar 2.000 dólares de peaje”), especialistas en criptomonedas que denunciaron pedidos de dinero para reunirse con el Presidente, el socio de Libra Hayden Davis (“yo le pago a su hermana y hago lo que quiero con Milei”) y hasta exintegrantes de LLA que aseguran que se vendieron candidaturas.
En el fondo de esta operación de emergencia late una necesidad: apagar el fuego antes de que se transforme en incendio institucional. El lunes el consultor Roberto Bacman anticipó un dato elocuente: la corrupción trepó al primer lugar entre las preocupaciones de los argentinos, y la imagen de Milei se hundió al peor momento desde que llegó al poder.
El gobierno montó una contraofensiva institucional -allanamientos, denuncias, censura preventiva- para recobrar el control. Pero lo que está en juego ya no es solo político. Es cultural: quién decide qué se puede escuchar y quién queda al margen del debate público. Por ahora, el silencio fue el escudo más eficaz. Pero lo que permanece oculto tiende a salir. Y con ecos más fuertes.