
I can't get no satisfaction
I can't get no satisfaction
'Cause I try and I try and I try and I try
I can't get no, I can't get no
Como una piedra rodante, la política argentina vaga hacia el desencanto. La baja participación en las elecciones que hubo hasta ahora en las provincias y en Ciudad de Buenos Ares, revelan la decepción y anomia existente. Yendo un poco más allá de la coyuntura, en la cual más de uno se apura a cantar victoria, es conveniente revisar en la historia para encontrar algo que nos permita entender el presente.
En el pasado, seis años eran demasiado para una democracia jaqueada por el partido militar. La refundada democracia, comenzó con esos problemas. La primera presidencia se completó solo a condición del adelantamiento de las elecciones algunos meses.
El menemismo, sin embargo, canjeó seis por cuatro a condición de que le permitan la reelección. De la inestabilidad constante, a la estabilidad económica y política durando la convertibilidad del 1 de abril de 1991 al 31 de diciembre del 2001. La política también fueron 10 años y medio, desde julio del 89 hasta diciembre del 99.
La Alianza saltó por el aire por no querer fundar un nuevo orden económico que, una vez más, estuvo en manos del peronismo proyectar. Un nuevo ciclo de 14 años de estabilidad política como consecuencia de la desarticulación de la oposición y relativa calma económica con un modelo que apunto a reconstruir la industria y el tejido social dañado por 10 años de neoliberalismo con un nuevo ismo a cargo del matrimonio Kirchner. El peronismo era entonces el único capaz de garantizar estabilidad y continuidad.
A partir de allí, el desencanto. Si lo normal en una democracia es que un gobierno reelija luego de su primer mandato, Argentina aceleró en dirección contraria. Algunos síntomas de impaciencia comenzaron a verse desde muy temprano. Ya en 1997, el oficialismo no logró ganar en las elecciones intermedias, pero fue visto como parte del agotamiento de un modelo que llevaba muchos años. En el mismo sentido, las elecciones del 87 eran el final de un primer gobierno que había enfrentado demasiados desafíos y que aún no tenía en el repertorio la posibilidad de reelección. El 2001 fue visto como la explosión de un modelo agotado combinado con la torpeza politica de un presidente sobrepasado por las circunstancias. Sin embargo, en 2009 el oficialismo perdió las elecciones intermedias y lo mismo volvió a ocurrir en 2013 tras la inesperada recuperación de 2011.
El macrismo tenía el desafío de fundar un nuevo tiempo. Logró “vencer” en 2017 en lo que pareció la consolidación de su proyecto. Sin embargo, todo rodó hacia el desencanto. Los últimos dos años, el poder se le deshizo al ritmo del endeudamiento y los monitoreos del FMI. Mauricio Macri no logró la reelección. Sin embargo, en una ingeniosa interpretación, se lo consideró el primer presidente no peronista en terminar su mandato: ¡Felicitaciones!
El peronismo volvía al poder y se suponía que eso era garantía de gobernabilidad. No obstante, ya en las elecciones intermedias, se encontró con una derrota. Por supuesto, en tiempos de pandemia todos los oficialismos fueron derrotados. El costo de la descomunal caída económica y de la vida enclaustrada lo pagaban claramente los gobiernos, sean de izquierda o derecha, arriba o abajo, conservadores o progresistas. Tal circunstancia ocultó lo que parece una tendencia. A la sociedad argentina le alcanza con dos años para evaluar una gestión y ninguna le gusta.
Tras meses de recuperación económica, a la salida del aislamiento, nuevamente el desencanto. El gobierno rodó hacia el vacío y el enfrentamiento interno y, en lo que restó de gestión, solo se pudo ocupar de durar. Llegar al final del mandato era la única preocupación del presidente que no solo no logró la reelección, sino que no pudo siquiera presentar su candidatura.
Claro que no es el único país en donde ocurren estas cosas. Pareciera que, en nuestra región, la democracia liberal no logra ni por izquierda ni por derecha cumplir con las expectativas mínimas de un electorado cada vez más exigente (o cada vez menos contenido por el diseño institucional que supimos construir). En parte, así funciona la democracia. Tarde o temprano se pierde y el éxito es, en todo caso, ganar algunas elecciones antes de perder. En nuestro país, eso casi no existe. Sin embargo, en la principal democracia, o por lo menos la más poderosa, donde siempre los presidentes reelegían y los ciclos políticos duraban 8 o 12 años en una amable alternancia entre demócratas y republicanos, Donald Trump no logró reelegir en el 2020 y su reemplazo, Joe Biden, no logró siquiera ser candidato. Posteriormente, su partido fue derrotado. En tanto, Trump afronta nuevos desafíos: van poco más de 100 días de gobierno y el anciano magnate no tiene pocos problemas que sobrellevar. Mas cerca, Bolsonaro, en el principal país suramericano, no logró renovar su mandato y, luego de su paso por prisión, Lula lo derrotó con claridad. Sin embargo, actualmente ya siente el desgaste de gobernar un país donde el maniqueísmo político se instaló con firmeza mientras Jair lo asecha.
En chile, Boric fue derrotado en el primer año de su mandato en su intento de reformar la constitución. Lenin Moreno se fue de su gobierno con menos del 10% de imagen positivo y, quizás, hoy día se consuele viendo como le fue a su sucesor Lasso que apenas duro poco más de un año. Tampoco encontramos demasiada continuidad en Perú y Bolivia donde se vivieron sucesos de violencia extrema. La derrota del oficialismo en Uruguay hace algunos meses hace dudar de la estabilidad politica de nuestro vecino país.
Argentina, aunque en paz, parece marchar a la cabeza de un continente manifiestamente insatisfecho que, a diferencia del viejo continente, desborda constantemente a la política. La anomia social crece y se impone. Es veloz. La tentación de salirse del libreto, con ciertos rasgos autoritarios, hoy aparece como una alternativa no tan lejana. Llegar por medio del voto y luego sostenerse coartando libertades a las organizaciones políticas, gremiales, al periodismo e, incluso, ciertas expresiones del más llano e individualista liberalismo cultural.
La comparación con el 2001 siempre está a mano, aunque no siempre aplica. Nadie parece querer revivir aquello, sin embargo, la música de fondo de aquellos días suena. Aquel “que se vayan todos”, aparece ahora licuado en forma de chiste en redes sociales. Tal vez no se experimenta tanto la desesperación que se vivía en las calles de aquellos días, pero se manifiesta en conversaciones y frecuentemente a la hora de contar los votos que se cuentan rápido porque son menos ante un ausentismo creciente. En las últimas elecciones capitalinas, parecieran haber despedido finalmente a un expresidente. Los porteños encontraron la manera, aunque eso signifique dar una victoria al gobierno nacional. No tardará en ocuparse de quien se tenga que ocupar. Un fantasma recorre los pasillos de la política argentina, una especie de “que se vayan todos y que se vayan todo el tiempo” no importa quien sea, ni que represente, aunque después vuelvan porque no hay otros.
Javier Milei lleva poco más de 500 días en un país impaciente donde las elecciones intermedias se suelen perder y en el que, a excepción del año 2011, el que pierde las intermedias pierde luego las generales, y donde nada indica que las cosas vayan a mejorar. La victoria en Buenos Aires no tiene el peso para resolver el ruido, la bemba. Hay mar de fondo.