
Juntos por el Cambio no es un frente político como tal. Funciona como una aglomeración de fuerzas dispersas, que empatiza en el rechazo al Gobierno, pero tiene escasas o nulas ideas comunes.
Sus líderes se reúnen para pelearse y sus jefes legislativos dejaron de coordinar las votaciones. La ruptura no fue formalizada porque tiene un costo: cualquier actor del círculo rojo que necesite un gobierno no peronista en 2023 castigará duro a quien lo impida.
Fue el origen de Cambiemos. En 2011, la dispersión de la oferta opositora le permitió a Cristina Kirchner un triunfo arrollador y el poder real les recriminó a los candidatos no haberse unificado.
Cuatro años más tarde, los jefes de la UCR, el PRO y la Coalición Cívica, que se habían acribillado por mucho tiempo, se sentaron en la misma mesa a cumplir un libreto. No les quedó otra.
En 2022 la situación es paradojal. Juntos por el Cambio tiene un despliegue territorial en expansión, impensado en otros tiempos, con chances de ganar provincias como Entre Ríos, Sante Fe y Chubut.
Pero en la superestructura no hay convivencia posible y el espejo de la crisis Cámara de Diputados: en la última sesión, los bloques votaron divididos casi todas las leyes.
No hay forma de evitarlo, porque la división de la UCR en diciembre dejó al interbloque sin una mesa de conducción como la que funcionaba hasta 2021.
Son 10 fuerzas distintas, la mayoría con monobloques, descoordinadas, sin un referente capaz de poner orden y que hasta se pasan facturas en las votaciones.
A excepción del acuerdo para debatir la boleta única, en la sesión Juntos se pareció a la oposición pre-2015: bloques decididos a confrontar con el Gobierno, pero sin ninguna coordinación.
La UCR se molestó por la ley de blanqueo para sumar fondos a la construcción que Cristina Ritondo, jefe del PRO, firmó hace un año con Sergio Massa y se buscaba prorrogar.
No la votaron, sin impedir que se alcance una mayoría. Tampoco se quedaron en el recinto diputados del PRO cercanos a Patricia Bullrich como Gerardo Milman y Luciano Laspina.
Ritondo se tomó revancha con rato después, cuando sus dirigidos no acompañaron la ley de cannabis y cáñamo medicinal a escala industrial, respaldada por los radicales, entre ellos el presidente del partido Gerardo Morales. La Coalición Cívica no votó ninguna de estas leyes.
La ley de VIH también aportó a la grieta de Juntos. Maximiliano Ferraro, diputado y presidente del partido de Elisa Carrió, fue uno de los principales impulsores. Algunos halcones del PRO como Pablo Torello y Francisco Sánchez y votaron en contra.
Como los liberales, rechazaron que se prohíba despidos de personas infectadas con VIH y se les garantice cobertura médica. Javier Milei volvió a mostrar que pude destruir a Juntos si se lo propone.
Con los mismos argumentos, tampoco acompañaron los monobloquistas Ricardo López Murphy y la tucumana Paula Omodeo, quien sumó poder tras convertirse en el nexo entre el Congreso y las entidades rurales.
Y si bien la foto del día fue la unidad opositora para forzar el debate de boleta única, algunos detalles dan cuenta de que tampoco en ese tema Juntos jugó en equipo.
La gestión para unir a los no oficialistas la lideró en soledad Emilio Monzó, harto de la lucha de vanidades de Ritondo y el radical Mario Negri.
Cuando el número para para una mayoría parecía cerrado, el puntano Claudio Poggi se fue a Europa, porque no sabía de la convocatoria. El ex gobernador tiene un monobloque y nadie le avisó. La falta de conducción tiene estas cosas.
Y Julio Cobos casi frustra todo con un pedido de sesión especial para el mismo día con el rescate a los créditos UVA como único tema. La mayor parte de Juntos no está de acuerdo, pero no le importó. Negri lo convenció de desistir y esperar un debate en comisión.
Como argumento para crear Cambiemos, en 2015 el entonces senador radical Ernesto Sáenz repetía que los tres partidos que lo integrarían habían votado siempre juntos en el Congreso. Después de 7 años de convivencia y una experiencia de Gobierno compartida, ya no se unen en ellos recintos. Están divididos.